Apenas 6 personajes dominicanos típicos en la vida dentro de un ascensor
En un día normal de tu vida, si te ofrecen juntarte con un grupo de extraños electos al azar para que compartas con ellos unos 2 minutos encerrados en un closet, es probable, que si eres una persona medianamente normal, rechaces tan amable oferta.
Sin embargo, millones de personas, que suponemos normales, diariamente de forma voluntaria entran y salen de aparatos no mucho más grandes que un closet, compartiendo lo que acumula a ser horas de su vida, con el tipo de personajes que sólo esta, en su constante caos, puede elegirte. Hoy en KeDificil.com nos reencontramos con un estilo clásico de hacer nuestros artículos y les traemos “Apenas 6 personajes dominicanos típicos en la vida dentro de un ascensor”.
6. La comparona.
En algún momento en el desarrollo de la tecnología ascensorsística (sic?), alguien notó que el paseo dentro de una caja rectangular que parece un sobredimensionado ataúd elevándose varias decenas de metros sobre el nivel del piso, puede ser notoriamente tenso, claustrofóbico y aburrido.
Para hacer el viaje un poco más relajante, y luego de evaluar montones de opciones y desechar la más ápera opción jamás considerada de incluir Ataris dentro de estos para que la gente se entretuviera, se optó, en cambio, por la siguiente mejor opción… poner un espejo… para que en lo adelante la gente se entretuviera haciendo lo que la gente siempre hace cuando tiene delante de si un espejo… arreglarse la cara y hacer muecas.
Son fáciles de detectar, entran delante en la fila del ascensor, si a la gente les dio la maldita gana de hacer la fucking fila, van directamente al fondo del ascensor, se retocan la pollina, se ajustan la camisa donde esta se mete dentro del pantalón, se vuelven a retocar la pollina, pegan la cara a 2 cms del espejo (que por lo general esta sobado por cuanta mano de gente haya entrado ahí) para revisarse una espinilla, levantan la cabeza un chin a ver si un pelo de la nariz le ha crecido de más (supongo), y uno parado al lado de los botones contemplando semejante espectáculo de “ojalá lo hiciera en la calle para que la atropelle un tractor” consciente de que la jeva ni siquiera ha marcado el piso a donde va por estarse curcuteándose ñáñaras de la cara desde que entró, y que hará un bulto cuando inevitablemente se pase del lugar… decide preguntar:
Honestamente no sé que les pasa por la cabeza, pudiera ser razonablemente aceptable si se estuviera solo en el aparato, pero estas en particular requieren de un público al cual robarles o invadirles su espacio (la única razón por las que se les presta atención) y hacer su asunto, pero siempre llega ese momento cuando que crees que no pudiera ser peor y en vez de una comparona… son dos.
5. El conversador.
No se me ocurren muchas cosas que sean más desagradables que compartir un pequeño espacio cerrado con un montón de gente que no se conoce, pero si tuviera un arma en la cabeza para decir algo que sea peor que eso, pues ciertamente diría que compartir un pequeño espacio cerrado con un montón de gente que no se conoce y que encima a uno se le ocurra poner conversación… es definitivamente peor.
Hay personajes en la vida de los ascensores que tienen un incontrolable impulso de tener que decir algo, lo que sea, con tal de… no sé… convertir un desagradable pero breve momento, en uno largo y tortuoso, supongo. La reacción común de los que están atrapados junto a un conversador en el ascensor, es cruzar los brazos y mirar al piso, pero estos son rara vez disuadidos por esta actuación que claramente avisa que todos están pensando “ahí viene este ahora” y continuan. Ni el tétrico silencio, ni el hecho que nadie le observa, y que lo más que ha recibido de respuesta en su prolongado y desagradable monólogo es un “heh”, le detiene… hablar es su deporte y montarse en el ascensor es su silbatazo… ni que ha llegado a su piso, ni que está fuera del ascensor, ni que otros quieren subir y que la puerta solo está abierta esperando a que se calle para no cerrársela de mala forma…
Pero todos los que hemos estado allí, atrapados en un espacio menor a 1.5 metros de largo por 1.5 de ancho con un conversador, podemos llegar a desarrollar algún anticuerpo… es por esto que como mosquitos con el Baygon, estos evolucionan y nos traen… la variante evangélica.
¡Ay! Si no dices “amén”… si hay algo más estúpido que debatir creencias religiosas por el internet, ciertamente lo es discutirlas en un ascensor.
4. “Estoy en un ascensor, se va a caer la llamada, aló! Que se va a caer…”
Honestamente ni sé como llamarle a estos personajes… en serio… si se está conversando por celular, uno tiene un tiempo razonable entre el ascensor casi llegando al piso donde se está hasta el momento que uno se montó y se cerraron las puertas, como para avisar “te devuelvo ahora que voy a entrar a un ascensor”.
Pero estos son clásicos, entienden totalmente aceptable ventilar una conversación que uno presume algo privada (es un celular, después de todo) esperando en fila, y les resultaría totalmente normal seguir su conversao’ en un ascensor “apretujado” con otra gente, sino fuera porque para desgracia de ellos y fortuna de nosotros, estos funcionan como una gran succionadora de señal y abruptamente les barajan la llamada.
Pero no obstante ser de conocimiento común el hecho de que las llamadas por celular tienen una consistente tendencia a caerse, eso no les detiene en su inútil intento de probarlo. Como, al parecer, existe la creencia general de que mientras más alto se habla, más señal capta el celular… imaginemos el “eh aló?!? Estoy un ascensor! Se va a caer! Aló?!? Que estoy en un ascensor! Oíte?!?” rebotando, en la forma que las leyes de la física así lo dictaminan para las propiedades del sonido, contra paredes de aluminio ubicadas a menos de 1.5 metros de distancia unas de otra, todo alrededor de tu oído… y todo para culminar con la muy útil aclaración a todo el que presenció semejante acto de imbecilidad que… “se cayó…”
3. El asustadizo.
Curiosamente, y aunque usted no lo crea, en pleno Siglo XXI hay muchas personas que le tienen miedo a montarse en los ascensores. Estamos hablando de la época en que hace 6 décadas la gente creía que todos íbamos a vivir en casas sobre las nubes, nos transportaríamos en jetpacks y carros voladores, los robots serían nuestros sirvientes, los perros hablarían y nuestras llamadas telefónicas se harían por video.
Por lo general uno descubre al asustadizo por dos vías. Con el ascensor semi-vacío este se para en una esquina y se apoya de las paredes con las manos, y con cara de quien vio a Margarita Cedeño sin maquillaje comenta: “Estos aparatos… no me gustan”. O este, no bien cierra el ascensor y ve los pisos marcados por cada uno de los que están adentro, casualmente pregunta: “¿A qué piso van ustedes?”
No hay nada placentero de ver una persona adulta rogando que le acompañes hasta el piso que va, porque tiene miedo de quedarse en lo que sin lugar a dudas es una caja donde solamente puede depararle la muerte, por lo que accedes acompañarle hasta donde vaya solo para descubrir que para tu desgracia resulta estar unos 6 pisos más arriba de donde ibas, y cuando intentas volver a bajar, al ascensor le da con pararse en cada piso de vuelta.
2. El psicópata.
Los ascensores no son el lugar más placentero de estar. Tu espacio personal está garantizado para ser invadido, la gente no sabe usarlos y se ponen a presionar botones a lo loco, en general, de cada experiencia dentro de un ascensor es ineludible que le vayas perdiendo un poco más de esperanza a la humanidad. Por lo que procuras concentrarte en ver los números o el piso… y es allí cuando vas viendo lo lindo que cambian los números en la pantallita dentro del aparato que de repente te embarga una sensación de incomodidad, un sentimiento de acoso, ese agobiante presentimiento de que estás siendo observado… lentamente dejas de mirar los números y buscas con tu mirada a tu alrededor sólo para terminar tropezándote con…
En la mayoría de las culturas no suele ser aceptable quedarse mirando fíjamente y de forma continua a una persona, te pueden directamente llamar a la policía o irse a las trompadas contigo, para ellos hacer eso es una abierta incitación a que se arme un pleito porque esa mirada fija se interpreta como un acoso. Lamentablemente, ErreDé no es de la mayoría de las culturas…
Por lo que estás en una cajita, no lo suficientemente grande, compartiendo oxígeno con un pana mirándote como quien está concentrado jugando Call Of Duty, y miras una dos o tres veces por la esquinita de tuojo para ver si la demencia del tipo ha cedido, y los números de repente se tornan más atractivos cuando te percatas que el tipo sigue ahí empecinado. Metes la mano en el bolsillo agarrando las llaves de tu carro, la pones dentro de tu puño con la punta hacia fuera por si acaso tienes que clavársela en el cuello… y el “tin!” de que llegaste a tu piso suena a gloria y sales como gacela que huye de un guepardo.
1. El mensajero.
Al momento de considerar el tema de las fragancias ascensorsísticas (sic?) uno pudiera tomar la ruta fácil y hablar del que le dio un grajo, los fumadores, un niño recién salido del colegio, la jeva con un nauseabundo perfume barato, un obrero o hasta un español, pero la realidad es que el olor que emana de la imponente anatomía de un mensajero es tan único, tan especial, tan de él y su especie, que el “olor mensajero” debería ser una fragancia universalmente aceptada, digna de su propio espacio en la Enciclopedia Británica y un frasquito de cristal con una luz que la ilumine de entre los mostradores sagrados de Coco Chanel.
Una de las cosas más singulares de las que se percata quien llega a República Dominicana por primera vez o luego de un largo viaje, es que este país tiene un muy peculiar, intenso y generalizado olor a mierda. Comúnmente uno no lo nota porque ya está curado, pero allí está… latente y al asecho, impregnado en todo el ambiente, y solo cuando se posa allí, como base odorífica a la fragancia de quien pasa todo su tiempo en los exteriores, es cuando hace su más intensa e insufrible presencia. Pero el inherente olor a mierda en la atmósfera de la isla es apenas la base para lo que es la fragancia global del mensajero, que resulta de una mezcolanza de distintos olores que van desde sudor, sobacos fermentados, humo de vehículos, aceite, guantes de piel sudados, cascos de seguridad cargados de sudor seco y jabón de cuaba sobre una superficie de colcha espuma, y por alguna razón, como punta del iceberg, todo eso reburujado con el inequívoco olor de arroz, habichuela roja, carne de pollo y tostones… como si el condenado se bañara con la comida en vez de, en efecto, comérsela.
Por lo general uno de manera inconsciente, al ver un mensajero, se para lejos o le vocea “¡dígame!” a 15 pies de distancia para ver si este se detiene allí y no se acerca más. Tristemente, dentro de un ascensor, la zona de seguridad pasa de los relativamente seguros 15 pies a los sumamente insuficientes 15 cms. Es por ello que este, de entre todos los personajes dentro del hábitat de los ascensores, se destaca como la incuestionable y siempre recordada estrella.